Archivo de la categoría: Crónicas

Crónicas de las rutas de El Perro Verde BTT. Con fotos, tracks, vídeos, etc.

Fin de temporada por Náquera con paella y piscina

Pues ya está. Otra temporada más que ha acabado en El Perro Verde BTT. Fuimos pocos los elegidos para la ruta y aún así ésta se cebó con la orientación y la paciencia de alguno que otro. ¡Qué ruta más desconsiderada! Una auténtica hija de ruta. Y es que si lo llego a saber (y esto lo digo aquí que no lo va a leer nadie) me voy directamente a la piscina y la paella, que en verdad era el plato fuerte del día. Os pongo en situación…

Reagrupando en las subidas

Tal y como hicimos el año pasado —con mayor éxito de convocatoria, eso sí— debíamos elegir un track que comenzase y finalizase en Náquera para después comer en el bar de la piscina. A un par de días de la salida nuestro compañero Juan Carlos nos ofreció ir a la piscina de su urbanización, con paella, chiringuito y mucha cerveza. ¡Muy buen cambio, por cierto! Pero si bien la post ruta era muy apetecible, la ruta no tanto. Con la calor de estas alturas del año y con un desnivel de más de ochocientos metros en menos de treinta kilómetros no sabíamos muy bien qué podríamos encontrarnos. Igual era una ruta dura pero rápida, o a lo mejor era impracticable, caen tres pinchazos, una cadena rota, un hostiazo, quince reagrupamientos con extravío de miembros, dos lipotimias y la abuela fuma.

Junto a unos cuantos amigos de Juan Carlos comenzamos a rodar hacia la salida: un camino con una pendiente exagerada que se puede ver desde la variante de Náquera. A partir de ahí, una subida no da tregua durante casi nueve kilómetros. Es la supuesta subida suave de la mañana para la cual llevábamos una hora. Si esta era la suave, para la complicada igual tocaba hacerla andando.

A partir de aquí parece que la senda mejora. ¿Te vas a fiar de mí o de tus propios ojos?
La típica pregunta trampa

Cuando el cuerpo ya se acostumbra a subir, se avecina delante de nosotros la primera bajada por la senda de la Boleta. La primera sensación que tuve al ver el percal fue decir: «No me jodas, esto es una broma ¿no?». Pero no era una broma. Quise quedarme el último para ver si alguien convenía junto a mí que lo mejor era irse y dejar a los demás allí con su masoquismo, que cada cual tiene sus parafilias. La senda era tan estrecha que no cabía el manillar. De todos modos tampoco era un gran inconveniente: estaba tan rota que tampoco hubiera podido hacerla con la bici. Lo peor de todo es que en vez de estar invadida por cañas, donde todo lo más que te puede pasar es que seas alérgico y te escuezan los ojos, era un completo zarzal. Hubiera parado a comer moras, pero estarían regadas por la sangre de ciclistas. Haría bromas comentando que era una senda exfoliante pero no estaba para bromas. Los brazos desnudos se me llenaron de laceraciones como si hubiese soñado con Freddy Krueger. Una espina me atravesó totalmente la piel haciéndome un piercing de batalla y ni siquiera usando la rueda delantera de la bici como escudo pude librarme. Por supuesto, todo aderezado con las consabidas expresiones «esto ya acaba», «a partir de aquí parece que mejora» o la mejor de todas, «esto es la gracia del BTT». Yo no voy de defensor del humor inteligente, que me he reído con chistes de Arévalo, pero la gracia en acabar con los brazos y las piernas en carne viva no la encuentro por ningún lado.

Salir de aquel infierno fue progresivo, pasando poco a poco a ser la senda intermitente. Te subes a la bici, pedaleas treinta segundos (que es poco más de lo que tardo en conseguir calarme) y te toca volver a parar por mil motivos. Ramas invadiendo el camino, más zarzas, una piedra del tamaño de un seiscientos y un largo etcétera.

A los pies de la mola de Segart

Como por lo visto la ruta era corta, nos acercamos a los pies de la imponente Mola de Segart para hacer tiempo y poder hacernos más fotos. A decir verdad, el siguiente tramo mejoró bastante. Una senda bastante sugerente y con un poquito de dificultad, pero nada que no arregle un frenazo a tiempo, o todo lo más, descalar el pie izquierdo. Y cuando todo parecía paz, amor y felicidad, y había dejando de rondarme la pregunta «¿qué coño estoy haciendo aquí?» unas tres veces por minuto, aparece un terraplén que no podía bajarlo ni siquiera andando. Andando sin la bici, quiero decir, porque la bici tuvo que bajarla un compañero… Y por supuesto, mucho más rato andando.

Estas subidas abundan

A mí me encanta salir en bici. En bici. En cambio, odio salir con la bici. Habrá notado el perspicaz lector la sutil diferencia a la que me refiero tras cambiar la preposición. A esas horas de la mañana me sentía tan harto, con tan pocas ganas de seguir haciendo algo que me parecía más un castigo que otra cosa, con tan malas pulgas y para colmo, con la certeza de estar jodiendo la mañana a los demás que sólo tenía una cosa clara: en cuanto pudiera escaparme por una pista, o cruzásemos una carretera yo me volvía a Náquera por la vía rápida. Y el milagro sucedió.

Antes del atraco

A falta de catorce kilómetros para acabar, tras el consabido «pero si ya sólo quedan pistas» que son básicamente una variante del «a partir de aquí parece que mejora» y encima en la otra punta de la Calderona, nos cruzamos con la carretera que sube a Segart. ¡Cómo estaría el percal que consideré subir los casi cuatrocientos metros hasta el Garbí por la carretera de Segart como una escapatoria! No sólo eso, es que además era seis kilómetros más largo que la ruta, pero aún así acabé antes.

Aburriéndome en Náquera llevaba un buen rato cuando por fin me llamaron. Estaban en el restaurante El Salt, a unos tres kilómetros de Náquera. Aunque intentaron adornar un poquito la realidad, entre lo que me dijeron ellos y lo que me dicen sus GPS he sacado las siguientes conclusiones:

  • José Giménez se perdió. Se perdió mucho. Acabó en Estivella. ¡Al final tuvo que traerlo de vuelta en coche su cuñado! Lo cual implicó buscarlo… Sin encontrarlo.
  • Si la subida fácil de la mañana la subimos con las coronas más grandes, efectivamente la subida dura la hicieron andando.
  • Si pararon en un bar a tres kilómetros de Náquera es que no tenían fuerzas ni para dejarse caer por un camino asfaltado cuesta abajo.

A la que fuimos a pagar nos pidieron doce euros por persona. ¡Si ni siquiera pedimos bocadillos! Ya era la segunda vez en la mañana que creía que algo era una broma. Sé que la gente en Internet sólo comenta experiencias negativas, y que hay mucho nuevo-rico-o-como-quieras-llamarle que se las da de sibarita, pero he alucinado al entrar en el tripadvisor del restaurante. La más ajustada a nuestra realidad, sin duda es:

Comida de bar de barrio a precio de lujo

La comida tiene un pase pero no por ese precio, desde luego que no fuimos obligados pero no repetiremos ni aunque nos costase la mitad de lo que pagamos por ello. Poca cantidad en los platos y precio muy elevado para la calidad/cantidad que ofrecen.

Remojándonos en la piscina

Al rato llegamos a la piscina donde nos econtramos con Vicente, Paco y José Vicente. Ahí sí reventamos a puntillas, clóchinas, cerveza, ensalada, chupitos que parecían cubatas y Paella. Si hubiera ido directamente a comer no hubiera tenido el contraste de «con lo bien que me lo estoy pasando y hace tres horas me estaba cagando en todos mis muertos». Y además no tendría de qué escribir hoy. ¡Todo ventajas!

Sigue leyendo la crónica

Descubriendo nuevas sendas de camino a La Rodana

Hoy El Perro Verde se ha ido a subir a La Rodana, una de sus rutas más habituales. Lo que pensaba que iba a ser el típico camino por el fluvial se ha convertido en una nueva aventura, pasando por un montón de sendas que algunos compañeros descubrieron en una ruta nocturna.

Llegando a Carasoles

En cualquier caso, el inicio es el habitual. Tras salir desde la óptica nos adentraremos en el parque fluvial hasta llegar a Manises. Allí empieza la diversión. Con Bruno ya con nosotros pasamos por una senda cercana al polígono de La Cova, que nos guiará junto a caminos y pistas hasta la cantera de Carasoles.

La verdad, no recordaba que se tardaba tantísimo en llegar. Puede que no haber desayunado tenga algo que ver con mi extraña percepción del tiempo transcurrido, porque en realidad hemos llegado bastante pronto. He intentado subir del tirón hasta la cima de la Rodana, pero no he podido. Me he puesto detrás de un hombre de edad respetable que iba a un ritmo similar al mío, pero ni por esas.

En la cima de La Rodana

Al poco de llegar arriba ha subido Tron, que hoy estrena su bici. Queremos creer que aún no está acostumbrado a los nuevos desarrollos y a la ligereza de su flamante adquisición y por eso no ha conseguido llegar el primero. Tras él, Iván y su casi nueva bici ha hecho acto de aparición —¿Aquí todo el mundo estrena bici o qué?— y cerrando el grupo, José Enrique, que ya empezaba a mostrar síntomas de agotamiento. Tras un rato de charla mientras comíamos algo, Vicente y Víctor se han ido con prisa a Casa. ¡Se han perdido lo mejor!

En La Rodana

Salvo que tengas que bajar andando con la bici del manillar, las bajadas siempre son más divertidas que las subidas. O al menos más trepidantes, pero justo después nos han metido por una senda que nos ha llevado al límite. Más arbustos y vegetación la hubieran hecho un suplicio intransitable, pero con menos ramas no hubiera sido tan divertida.

Sorteando escalones entre bancales y pequeñas subidas que parecían dirigirnos a ninguna parte hemos acabado en Riba-roja. El bochorno de la mañana se hacía cada vez más patente y la posibilidad del baño se iba convirtiendo en necesidad.

Baño en el Turia

Esta vez sí, por el parque fluvial, hemos parado en un pequeño remanso a la altura de Masía de Traver. Con las calas y el culote puesto la mayoría de nosotros se ha pegado un remojón en un río al que los valencianos, con la playa tan cerca, no acostumbramos a disfrutar. Fresco en pleno julio y con un caudal y belleza sorprendente para quien sólo conoce su desembocadura: ese zarpazo de hormigón cercado de autovías en mitad de la huerta.

El poco camino que quedaba hasta Valencia ha sido una tortura para José Enrique y para mí. El calor y —en mi caso— el almuerzo claramente insuficiente ha provocado que cada rampita de tres metros se nos antojase un puerto de montaña. Suerte que al llegar nos plantamos con la fuente del parque de cabecera, donde los bidones se tenían que turnar con nuestras cabezas, a un paso del mareo por culpa de tanta calor.

Cinco de nosotros hemos acabado en el bar Durban, donde ya antes de sentarnos hemos pedido dos bebidas por persona. La poca prisa que podíamos tener se ha diluido entre cervezas y una ruta sin incidencias en el que se ha cumplido de sobra el horario ha acabado haciéndonos llegar a casa casi a las tres. Pero, ¿acaso no son estos momentos lo mejor de las rutas?

Sigue leyendo la crónica

De Real al Pico del Ave pasando por La Minga

Ya tenía la bici de montaña aparcada desde hacía meses, así que hoy la he cogido para pasar la mañana con mis amigos de El Perro Verde en una ruta que para un día tan fresquito como hoy me ha parecido muy adecuada: subir sin parar por pistas, por tierra, por piedras, por asfalto o por cemento, sin prácticamente descanso, y luego bajar a todo lo que da el desarrollo de la bici para volver de nuevo a Real por la carretera. No conocía la subida de La Minga, pero es espectacular. Lo suficientemente larga como para que acabes preguntándole a Alicia con insistencia si falta mucho para acabarla como el típico niño que va dando botes en el asiento trasero de un Seat Panda en un atasco durante la operación retorno. Y dura. Tan inclinada que me recordaba en ocasiones a los primeros metros de subida a La Rodana tras pasar la barrera. En esa zona nos hemos encontrado con dos colegas de Bikeportins que nos han acompañado durante unos kilómetros.

Sigue leyendo la crónica